EL TRAJE TRADICIONAL - COMARCA DE ARENAS DE SAN PEDRO:

GENERALIDADES

DANIEL FRANCISCO PECES AYUSO


 

 

A mi maestra y tía, rama florida que me enseñó la importancia de las raíces.

 

Situada en la vertiente sur de la Sierra de Gredos, comparte su historia y geo­grafía con las comarcas de La Vera extremeña y La Jara toledana, sin per­der su raíz castellana pese a estar cercana culturalmente a estas últimas por motivos de mera colindancia. Es la comarca de Arenas de San Pedro uno de los lugares de mayor importan­cia folklórica, no sólo de la Península Ibérica, sino de Europa, como llegó a afirmar entre otros García Matos, in­vestigador folklorista que pudo con­templar a mediados de siglo la riqueza y variedad de los pue­blos del Valle del Tiétar y Barranco de las Cinco Villas en sus muchos recorridos de in­vestigación.

 

La forma de vestir es uno de los puntos importantes para co­nocer aspectos de la vida coti­diana de nuestros antepasa­dos. Sus miedos, ilusiones y creencias se reflejan en los tra­jes como obras de arte, fijadas en un marco de espacio sin tiempo.

 

Teniendo en cuenta el medio y el clima, los diferentes trajes denotan las carencias y abun­dancias de los lugares y co­marcas naturales, pero más allá de buscar protección con­tra el frío y el calor o de las as­perezas y suavidad de la tierra, el ser humano ha buscado en su indumentaria formas de dis­tinguirse socialmente, en al­gunos casos siguiendo ciertos cánones de estética para em­bellecerse, en otros casos for­mas de protección espiritual que revelan las creencias des­de aquellos que hoy llamamos primitivos y a los que debemos nuestro controvertido origen. A lo largo del tiempo el traje se vio sometido también a leyes y diferentes ordenanzas, clasifi­cándolo según el trabajo, sexo, lugar de procedencia o estado social. Hasta bien entrado el año 1700, no se ve libre de normas, teniendo antes por ley, cada tipo de personas, uno deter­minado que le identificase rápidamen­te. A partir de la Guerra de la Indepen­dencia contra Francia los trajes llama­dos tradicionales empiezan a configu­rarse tal como nos han llegado hasta nuestros días. La austeridad, el colori­do y la fuerza marcan la pauta carac­terística, junto con cierto aire ceremo­nial tanto en cuanto a trajes como a danza y música se refiere.

 

Aunque la configuración de los dife­rentes trajes no tiene una antigüedad superior al siglo XVIII, hay, sin embar­go, elementos arcaicos que revelan la trayectoria histérico-cultural de los di­ferentes pueblos y momentos que fue­ron entroncando desde el pasado prehistórico hasta nuestros días.

 

 

LOS ADORNOS Y EL PEINADO FEMENINOS

 

Son quizá las piezas de orfebrería buena muestra de lo anteriormente re­ferido; las arracadas o pendientes lla­mados de herradura y sus innumera­bles variantes mantienen evidentes analogías con los tesorillos de la Edad del Hierro, allá por el siglo VIII antes de Cristo, concretamente con los tesoros de La Aliseda y de Carambolo. También mantie­nen claras analogías con otros pendientes de la misma época hallados en las necrópolis cel­tas del noroeste español. Las formas de herradura, de sol o media luna son signos muy uti­lizados por las culturas del año 1000 antes de Cristo en gran parte de la Península.

 

Los pendientes llamados de lazo o calabaza, que están lle­nos de simbología, en sus for­mas muestran claros signos orientales manteniendo pareci­do con los hallados en excava­ciones arqueológicas tartesas. Los componen tres piezas, la primera y cierre del pendiente llamada pilón tiene forma de sol con doce rayos en forma de bola y en el centro seis esmal­tes interpuestos, tres blancos y tres negros. Del pilón cuelga un lazo y de él dos, cuatro o seis campanitas, dependiendo del tamaño; y también le cuelga la llamada calabaza, hueca, de forma cónica, de rica filigrana. Me contaban en el pueblo de Arenas que el pilón represen­taba a los antepasados y a la familia, el lazo simboliza la unión, las campanas la fiesta, siendo la calabaza el símbolo de la prosperidad y fertilidad.Quizá por ello se preferían para el mo­mento de la boda. Aún son muchas las mujeres del Valle que siguen utilizando las arraca­das o pendientes tradicionales, desta­cando el tipo llamado africana, varian­te simple del de herradura. En muchas ocasiones con el peso y el tamaño de los pendientes se rajaban las orejas, teniendo algunas mujeres que sujetár­selos al pañuelo o trenza de sus toca­dos.

 

El resultado de la investigación ar­queológica en nuestra comarca mues­tra un alto grado de población en la Edad del Hierro; sirva como referen­cia y exponente claro el caso de la ciu-dad-castro de El Raso en la soleada villa de Candeleda, sin duda el más importante de nuestra comarca, don­de hemos obtenido pruebas gracias al hallazgo de diferentes objetos de los intercambios que aquellos vettones mantuvieron con tartesios del sur y cel­tas del noroeste peninsular. El uso de finas cuentas de arcilla polícroma usa­das como collares, se encuentra en las necrópolis vettonas en su forma original, siendo aún el ajuar tradicio­nal de esta tierra, aunque la piedra y el barro fueron sustituidos varios siglos después por cuentas de oro y plata de rica y variada filigrana llamada de so­les, formando la tradicional garganti­lla, muy ajustada a la garganta de la mujer, de la que suelen colgar una cruz de evidente estilo semita, con sobresmaltes blancos y negros que reci­be el nombre de venera. A modo de cierre dos cintas de fina seda bordada, enlazadas en la base del cuello dejan­do caer sobre la espalda un lazo lla­mado siguemepollo, que solían ser el regalo y muestra de amor de los mo­zos a las mozas en los días de ferias y fiestas.Posteriormente, desde la Edad Media, se perfecciona la técnica de la orfebrería y aparecen la joyas tal y co­mo nos han llegado a nuestros días; la materia prima es el oro, la plata y el azabache, siempre en rica y variada fi­ligrana de muy diferentes estilos, des­de el cordobés al trujillano, pasando por el charro y varias técnicas de tra­bajo autóctonas.

 

Además de la gargantilla y la venera, el llamado aderezo, un collar general­mente igual a la gargantilla, variando el tamaño de las cuentas y el largo, sien­do en éstos mayores. Del collar o gargantillona cuelgan el galápago o la temblera. El primero simula el capara­zón, en forma esquematizada, del ani­mal que le da nombre, símbolo de re­sistencia y sabiduría, y de mayor antigüedad que la temblera. Ésta es una especie de cruz de dos piezas, la superior con forma de lazo y la inferior es la cruz; de ambas partes penden cinco, siete u once pequeños colgantes con forma de pequeños galápagos. En el centro de la cruz se intercalan seis puntos de esmalte, tres blancos y tres negros de clara herencia árabe.

 

Completan el ajuar femenino grandes crucifijos de filigrana, medallas votivas, amuletos varios, broches, casi siempre de oro y plata, la botonadura del jubón, también de plata, pulseras, anillos. Y, por supuesto, las horquillas para sujetar el peinado, en su mayoría de plata y de muy variada filigrana. Las hay de dos ti­pos, unas redondas con dos pequeñas bolitas que cuelgan del centro, llama­das lágrimas, y otras que carecen de di­chos ornamentos. Las horquillas que los tienen se colocan a ambos lados, mientras que las otras se suelen usar a modo de peineta.

 

Los aderezos de las mujeres no va­rían generalmente de unos lugares a otros excepto por el poder económico personal. En este punto me gustaría explicar antes de continuar que no existen dos piezas iguales, pues todas las piezas del ajuar eran hechas de forma artesanal por las plateras, ver­daderas maestras de la orfebrería y de cuyas manos salieron las joyas tan hermosas que lucieron y lucen las se­rranas. Este gremio desaparece total­mente de nuestras villas y pueblos a principios de este siglo. Las joyas han venido pasando de generación en ge­neración a modo de pequeños tesoros familiares de incalculable valor senti­mental.

 

Así pues, podemos decir que el ori­gen de nuestra orfebrería es prehistó­rico, llegando en un estado casi puro a nuestras manos, sin dejar de mencio­nar la aportación árabe en cuanto a nuevas técnicas más elaboradas que las indígenas.

 

Mención aparte merecen los diferen­tes peinados que, en general, van en función de la edad, no exentos de al­gunas excepciones puntuales localiza­das en lugares muy concretos. Sirva de ejemplo Navalcán (hoy pertene­ciente a la provincia de Toledo, pero término cuyo alfoz gestionó el concejo abulense, muy vinculado a nuestra tie­rra). Las más pequeñas solían llevar el pelo muy corto, para las niñas a partir de seis años, largas trenzas que par­ten de la sien y se recogen en la nuca con una coleta o un moño de lazo, del que los días de fiesta solían colgar cin­tas de llamativos colores. Para las mo­citas de trece años en adelante dos ri­zos recogidos en sendas cocas detrás de las orejas, que adornaban con hor­quillas de plata los días de gala. Para las mozas mayores, rizos o trencillas sobre las orejas, recogidos en la coro­nilla, de la que cuelga una cola de ca­ballo que se dobla formando un círculo y que a su vez cuelga recto desde lo alto de la cabeza; a este recogido se le escarola, es decir, se ahueca en forma de flor y se prende la porreta. A todo este peinado se le conoce con el nom­bre de rizos con moño de picaporte, y se suele adornar además con ricas horquillas, cuyo número varía. Para las señoras ya casadas, el moño de pica­porte o de trenza, siempre cubierto por alguna toca, bien anudado en la nuca, bien anudado en la frente o prendido al moño sin anudar, formaba parte de la indumentaria más utilizada. Las mayo­res y viudas sujetaban el pelo con pei­netas de asta de toro y lo cubrían igualmente con algún pañuelo, en este caso siempre oscuro.

 

Para las fiestas las mozas colga­ban del moño de picaporte escarola­do las porretas. Se trata de cintas prendidas del moño, de las que, en general, hay dos tipos. Uno son cin­tas de seda bordada, de las que varía el número según el gusto personal; se utilizan en todos los pueblos del Valle. El otro se ciñe a Arenas de San Pedro, Guisando, El Hornillo, El Are­nal, Ramacastañas y las Cinco Villas; suele ser de terciopelo negro, con ex­cepciones, que se adorna por lo ge­neral con abalorios, cuentas de ma­dera o metal y lentejuelas. El número de picos del lazo, por lo general, es de cuatro, pero en algunos casos lle­gan a ser de cinco. Hay algunos luga­res donde el moño es adornado con flores naturales.

 

Como último comentario, hay que decir que el peinado fue un quehacer social del mundo femenino muy impor­tante y valorado, arte del que pocas podían presumir saber o dominar, siendo además punto de reunión ritual que adquiría su mayor sentido cuando se peinaba a una novia.

 

 


ELEMENTOS DEL TRAJE FEMENINO

 

La pieza más ancestral del traje y complemento obligado para las más grandes ceremonias es la mantellina, cuyo pasado se remonta a nuestra prehistoria como así lo muestran entre otros el ejemplo de un dibujo ibérico del siglo II antes de Cristo en Liria (Valencia) donde en una pieza de ce­rámica se representa a una mujer co­locándose la mantellina. Después, cronistas griegos y romanos definie­ron esta pieza como de uso típica­mente ibérico, entendiendo como tal toda la Península, y llamándolo man-tellum. Otro complemento para el frío, de igual antigüedad que la mantellina, son las capas de paño fino con capu­cha, negras y pardas, en su mayoría de poco vuelo y más cortas en su par­te delantera, mientras llegan al ras del tacón por detrás. Suelen adornarse con galones o bordados en la parte delantera.

 

Cubriendo el cuerpo por encima de un camisón interior, para el uso diario usaban finas blusas de los más varia­dos colores y texturas, muy entalladas de cintura, con la pechera fruncida o bordada y en su mayoría abrochada atrás o a un lateral; la variedad de las telas y colores va relacionada sobre todo con el gusto personal. Las man­gas de estas blusas tienen amplios golondrinos que caen del hombro y se ajustan al antebrazo, resultando todas las mangas algo cortas. Para el buen tiempo, las blusas de lino o lienzo cru­do o teñido. Las de vestir días espe­ciales, siempre ricamente bordadas con signos geométricos o florales de clara influencia oriental; las mangas de estas blusas suelen ser cortas y afaroladas, en algunos casos los bor­dados son sustituidos por la técnica del deshilado. Hay que destacar la in­fluencia navalqueña y lagarterana en cuanto al estilo del bordado que por esta Sierra y Valle se elabora.

 

Otra pieza es la blusa, el jugón negro para los días más importantes, casi siempre en terciopelo labrado o ricas telas brocadas; en algunos casos, por problemas económicos, solían hacer las mangas con tela de buena calidad y el cuerpo con otra más simple. Los puños o púnelas se labran con pedre­ría, azabaches, galones o cintas, en otros casos van bordados y en otros se utilizan varias telas distintas, dando policromía al conjunto. Los botones del cuerpo de jugón solían ser de asta, hueso, azabache o madera forrada, excepto los de los puños, de rica plata labrada y cuyo número varía, siendo generalmente un mínimo de tres por puño. Rematan los puños una fina puntilla de bolillo en hilo negro o blan­co. El cuello abierto con gran escote de caja cuadrado, sin adornos y sobre el que se prende la pañoleta, pequeña pieza a modo de sobrecuello, sobre­cargada de cintas, perifollos y puntillas varias; se usaba sólo para los días grandes, y de color generalmente blan­co. Esta pieza es independiente, pu­diéndose así lavar, cosa que no se pue­de hacer con los jugones, al menos de una forma más o menos regular.

 

Para el trabajo del campo solían gas­tar amplias chambras de recia tela y escueto patrón, pieza elemental y fun­cional, además de práctica para aque­llas tareas. Los dengues, llevados en la vecina provincia de Salamanca, fueron tímidamente usados, viéndose siem­pre desplazados por el uso generaliza­do de pañuelos, toquillas o mantones.

 

Hablando de toquillas, para el frío del invierno, solían usar una de recia lana en color negro con flecos bastos de lana rizada y cardada, que podían utilizar también como manta. Las de pava, de espaldas, de palacio o de medallones, de lana y en llamativos colores, solían ser también prendas de abrigo usadas como ropa de más categoría. En algunos lugares las to­quillas de pava eran utilizadas para los casorios. El estilo de colocarlas siem­pre es enrolladas y escotadas, cruza­das a pico, atadas a la espalda, suje­tas al jugón o blusa por varios alfileres y el nudo en los ríñones con el que se atan los ramales de la toquilla y donde se prende la s/7/a, característica sobre todo, de los pueblos de la sierra, de­jando caer los ramales de la toquilla sobre el guardiapié, simulando las cin­tas del mandil.

 

Para el buen tiempo las toquillas de pelo de cabra, hechas con una aguja especial de hueso, cuya labor artesa-nal ha desaparecido, dejando algunas muestras en las arcas de desvanes ol­vidados; son de un solo color y tienen el aspecto de una red o tela de araña, siempre en tonos crudos.

 

También los pañuelos de seda y crespón fueron utilizados para el buen tiempo. Siempre en fuertes y vivos co­lores, bordados o con llamativos dise­ños, fueron muy valorados sobre todo en Candeleda, Arenas de San Pedro y Mombeltrán. Hay que recordar la im­portancia que tuvo esta comarca para la industria de la seda, ya que fue una de las mayores productoras de la ma­teria prima, dedicándose a la cría de gusanos y venta da capullos. Es raro hoy en día poder ver estos espléndi­dos pañuelos, viéndose relevados por los más apreciados, que no antiguos: pañuelos de ramo.

 

Suelen ser éstos de fondos negros y bordado un solo pico con espléndidos ramos de bellas flores en vivos colores y que, curiosamente, la mayoría llevan cerca del pico un pájaro bordado o una mariposita, símbolo el primero de alegría y la segunda de feminidad. Los flecos, por lo general, son cortos; el más curioso es el llamado de escoba por la forma a mechas o escobillas que tienen. A mediados de este siglo hubo una invasión de mantones de manila y, lo que es peor, flecos des­mesurados que desdibujan la belleza de un traje más austero. Mención aparte merece el pañuelo de ramo bordado de Pedro Bernardo, excep­ción cuyos motivos, lejos de ser los comunes, son figuras abstractas y si­métricas de bastante personalidad y belleza.

 

Otro tipo es el pañuelo de merino o de cien colores o de mil colores, muy utilizado para las semifiestas pues es muy cómodo y práctico; dentro de es­te estilo de pañuelos tenemos el de fres cenefas y el de flores naturales. En tonos pardos, pintados todos ellos, con tres tiras unos o cenefas de flores rojas y en vivos colores.

 

Respecto a pañuelos y toquillas, otro asunto es prendérselo bien, pues cada tipo lleva una determinada técni­ca, que por aquí recibe el nombre de el prender. Así, por ejemplo, los pa­ñuelos de ramo negro se prenden, por lo general, enrollados por el cuello y con tres pliegues llamados arrugas de los hombros al pecho, mientras que los de cien colores se entablan (se ta­blean) toda la parte delantera, dejan­do parte de la espalda a la vista. Lo cierto es que prenderse el pañuelo es una labor que requiere cierta práctica y sabiduría de alguna mujer mayor verdadera especialista en la materia, siendo en cada villa pocas las que destacaban y siendo siempre las mis­mas a las que se llama cada vez que alguien quiere vestir con cualquiera de los trajes tradicionales del Valle, pues el prender el pañuelo de la for­ma correcta es muy importante y, pa­ra nosotros, cualquier detalle que fal­te o sobre desmerecería el traje por completo, sólo por un alfiler mal pren­dido, una mala arruga o un mal pren­dido de la s///a.

En todos los trajes se utiliza el pa­ñuelo cruzado a pico, variando en la forma de prenderlo de unos respecto a otros, pudiendo diferenciar por los matices el lugar de procedencia del traje en cuestión. En Arenas, Candeleda, Poyales del Hoyo, El Hornillo, El Arenal y Ramacastañas las variaciones son mínimas. Otro gru­po lo conforman Pedro Bernardo, Gavilanes, Mijares, Casavieja, Piedralaves y La Adrada, cuyos usos y costumbres son, igualmente, de gran parecido. A destacar Guisando y los pueblos de las Cinco Villas, con dife­rencias más claras a la hora de poner­se el pañuelo.

 

Inseparable del traje, la ropa interior femenina era igual en todo el Valle. Un largo camisón o viso de hilo sobre el que se ajustaban siete enaguas, gene­ralmente blancas, una para cada día de la semana. La costumbre era lavar la noche del sábado la enagua prime­ra, que estaba en contacto directo con el cuerpo, para ponérsela limpia la ma­ñana del domingo, y así durante todo el año. El uso de siete enaguas fue menguando a tres, siendo hoy en día tan solo una. Los pololos no son tradi­cionales ni las bragas adoptadas por los grupos folklóricos más saltarines y pudorosos, excepto en las épocas de menstruación en las que algunas usa­ban unos calzones especiales, o en las bodas de gran rumbo en que usaban unas bragas sin costura en los bajos. Sobre el camisón o viso solían gastar el justillo, de lienzo recio, para dar más ajustes al prendido del pañuelo, sobre todo si la tela de la blusa o jugón es suave o fina.

 

Sobre las enaguas, el refajo de pa­ño, teñido generalmente en verde, azul, amarillo, rojo, pardo o negro, cuyo único adorno son una se­rie de lorzas en su parte baja que van de tres, a siete o doce. Sobre el re­fajo, el miliñaque de tela estampada o lisa, pero siempre lleno de colorido, que puede ir adornado con tres cintas o tiranas, con dos puntillas de hilo de oro o plata o liso sin adornos, pero en todos los casos muy plisados, con finas y rectas tablas que dan una forma acam­panada al talle femenino.

 

Los días más importan­tes los trajes desborda­ban color, belleza y esme­ro. Sobre las enaguas y refajo simple el guardapiés, faldón también de paño teñido pero de más amplio repertorio coloris­ta, sobre el que se cosen la o las tiranas p/cás, pie­zas de paño de color dife­rente al de la falda en el que se han recortado dife­rentes motivos y cosido a ésta. Es el guardapiés una pieza llena de miste­rio e información. Y así es porque de­pendiendo del color de la falda y el picao se sabrá a simple vista entre otras cosas su estado social. Los colores claros y llamativos se reservan para la mocedad, mientras que los combina­dos más elegantes, como por ejemplo amarillo picao negro o rojo picao en negro suelen ser signos de madurez o estabilidad, dejando los colores pardos y negros para la viudedad. Si a esto añadimos el significado que tiene el di­bujo del picao obtendremos aún más información de quién y cómo es su portadora. Por ejemplo, las flores sim­bolizan la belleza en general, pero no es lo mismo una rosa que un clavel; cuando estas flores están juntas en un ramo indican matrimonio. Si lo que aparecen son pájaros, en general re­presentan alegría, pero no es igual el águila a la paloma, pues cada una ad­quiere una connotación diferente. Pongamos un último ejemplo: el dibujo llamado las fuentes simboliza la rique­za, pero si la fuente está rodeada de fruta, por lo general granadas o pinas, representan la posesión de tierras pa­ra la agricultura, cuando por el contra­rio, beben animales indican relación con la ganadería. Aunque en realidad nadie se fija en estos detalles, aún hay algunos mayores que recuerdan el sentido de algunos signos, figuras o formas que se repiten, además de en los picaos, en los trabajos en madera o en los dibujos pirograbados en las cuernas de toro que servían de vaso a nuestros pastores.

 

El número de refajos y guardapiés varía según el tiempo frío o caluroso. Curiosa es la costumbre, cuando el frío era intenso, de recogerse las mu­jeres el guardapié echándoselo sobre la espalda y cabeza en forma de cobi­jo, mostrando apenas la cara y dando un aire arabesco a su porte. En algu­nos casos aislados las faldas de paño reciben otro nombre, como es el caso de El Arenal, en el que llaman mantilla a la falda de paño de vivos colores a la que cosen dos cintas de seda horizon­tales sobre las que recogen tres lor­zas. Pedro Bernardo vuelve a distin­guirse por el gusto por el terciopelo o pana lisa en varios tonos, sobre los que destacan el grana y el negro pro­fusamente bordados con flores y pája­ros de finos colores en seda o en lana. Suelen tener estas faldas menos vue­lo que en el resto del Valle, por lo ge­neral con un mínimo de tres metros. También en Candeleda y en Arenas de San Pedro se bordaban algunos re­fajos y guardapiés, pero difieren bas­tante de los bordados de Pedro Bernardo; en aquellos pueblos el esti­lo y la técnica con los que se borda son distintos, de lo más variado en cuanto a técnica y materia prima, am­pliando los motivos florales con otros zoomórficos y mitológicos.

 

Completan la variedad de faldas los refajos pintados, en colores amarillos, rojos y verdes, sobre los que se pinta­ba a mano motivos florales con jarro­nes y cestas, pájaros y frutas, realiza­dos siempre en color negro, pardo o verde oliva. Se llegaron a crear plan­chas en metal con las que ahorrar tiempo, pero haciendo que los mode­los se repitieran, caso que en los bor­dados y picaos no sucede jamás. Otro tipo de refajo es el quemao, en princi­pio de técnica igual a la del pintao, sólo que las planchas de metal se ca­lientan pirograbando el modelo direc­tamente sobre el paño de la falda. Estos refajos se utilizaron poco en los pueblos de la sierra, pero más en los más próximos al valle, como La Adrada o Sotillo de la Adrada, debido quizá a su cercanía a La Mancha, donde sí son bastante comunes y uti­lizados. Aunque en estos pueblos es­tán incorporados dentro de los trajes tradicionales, realmente los refajos pi­caos y algunos bordados son los más representativos de nuestra comarca.

 

Bajo la primera falda o falda cimera y sobre la segunda va la faltriquera o faldiquera, que es sin duda el último y más moderno complemento incorpo­rado al traje. La faltriquera es un pe­queño bolsillo que se ata a la cintura con dos cintas y de la que hay una gran variedad de motivos y modelos: para el diario telas toscas a base de retales, carente de adornos, excepto en pocos casos en los que llevan bor­dadas las iniciales. Hay otras más se­rranas adornadas con cintas y cordo­nes, perifollos y escarapelas de ricos y vivos colores y que suelen llevar a la vista o bajo el mandil. En el Valle so­lían ser en general de terciopelo negro bordadas con flores de colores junto con las iniciales. También las había en vivos colores bordadas a cordoncillo. Otras son hechas de lienzo polícromo y, como único adorno, una tira pica bordeando la faltriquera. Para las pas­toras, de cuero labrado en varios tonos. Solían utilizar sobre todo tres pieles: la de gato por ser muy clara, la de becerro, de colores castaños, y la de cabra, más oscura. En la mayoría de los casos los dibujos son signos de tipo hastáltico y simétricos, con las ini­ciales recortadas. Ahora se suelen ha­cer bordadas o picadas, pero se ha perdido la costumbre de coser el ex­tremo de las cintas con las que se ata un madroño de ganchillo del que pen­den otros tres cayendo por el costado izquierdo de la falda.

 

Sobre las diferentes faldas, medio ocultando la faltriquera, los delantales y los mandiles, de los que hay una gran variedad y cuya nota común es, como siempre, el colorido y la minu­ciosa labor. Los delantales son más cortos y barrocos en cuanto a los adornos, dejando ver, por lo general, los dibujos bordados, picaos, estam­pados o pirograbados de las faldas. Se usan en todo el Valle cuando se visten con el traje llamado de serrana, que describiremos luego. Se adornan con una puntilla ancha de bolillos a su alrededor, y por el borde se cosen cin­tas de seda bordada, se bordan ramos de flores o se deshilan. Es en Arenas de San Pedro y en Pedro Bernardo donde más utilizan el delantal corto y, en algunos casos, incluso mínimo que recuerda a los usados a principios de siglo por la amas de cría y criadas. El mandiles pieza de más rancio abolen­go y antigüedad; llega a tocar el roero de la falda, cubriendo por completo la parte delantera de la mujer. Para las ceremonias y fiestas más importantes suelen ser de terciopelo negro ador­nado con pasamanería y azabache y bordeado por la inseparable puntilla de bolillos. Para los días especiales, mandiles de satén o seda brillante de vivos colores, sin apenas adornos,salvo la puntilla. Otros se deshilan so­bre la misma tela, labrando un borda­do excepcional con sus propios hilos. Otros se bordan en su parte baja con motivos florales. Los hay adornados con cintas varias que se cosen por los bordes del mandil casi por completo, de forma similar a los que hacen y gastan en la comarca de Lagartera. Para el uso diario el mandilón, negro y aún más grande, carente de adornos excepto dos bolsillos que igualmente llevan los mandiles. A esta carencia de adornos la suplen los dibujos de la propia tela; curiosamente los mandilo­nes de principio de este siglo en su mayoría eran de blancos lunares.

 

Cubrían las piernas con medias de lana, generalmente blancas, en algu­nos casos azules o encarnadas y ne­gras para las mayores; en general lle­van un adorno llamado espiga, aunque hay gran variedad. A los pies, zapatos de cordobán, con tacón de carrete, en terciopelo negro, bordados con finos ramos y hechos a mano y a medida. Los cordones, de lana polícroma, lle­van en sus extremos sendas borlas de lana. Estos zapatos acompañan, en los días de boato, a todos los trajes del Valle indistintamente; su uso es gene­ral, variando el color de los zapatos que, aunque la mayoría son negros por ser los utilizados en las bodas, podían ir en función del color del traje. Para las bodas algunas usaban botines de be­cerro labrados o zapatos negros del mismo tipo del de cordobán, pero he­chos en cuero de becerro. Y para el campo, abarcas de cuero con la pun­tera cerrada y repujadas con adornos, en su mayoría florales. Hoy en día que­dan pocos zapateros que sigan ejer­ciendo su labor tradicional y artesanal.

 

 

TIPOS DE TRAJES FEMENINOS

 

Y una vez expuestos los elementos que componen los diferentes trajes y aclarado que en cada pueblo hay dife­rentes costumbres, seguiremos inten­tando describir algunos de los trajes más comunes del Valle del Tiétar.

 

Es curioso éómo en todos los pue­blos encontramos los mismos elemen­tos pero hay formas distintas de colo­cárselos, que definen y diferencian a unos respecto a otros. Y también es curioso comprobar que, cuanto más cercanos están dos pueblos, mayores intentan ser las diferencias.

 

En Candeleda y Arenas las cosas varían considerablemente respecto a otros pueblos. Los dos son centros que recibieron desde su origen a veci­nos de las poblaciones colindantes que vinieron a estas villas más grandes en busca de mejor fortuna, y con ellos trajeron sus trajes, que con el pa­so del tiempo llegaron a integrarse y formar parte de la propia cultura de esas villas. Fueron punto de reunión de gentes no sólo del propio Valle, si­no también de pueblos de tras la sie­rra, de las aldeas nortoledanas y de las villas hermanas de la Vera de Plasencia. Los arenenses y candeledanos, algo más ricos y poderosos que en el resto de las poblaciones, guardan los trajes de más porte y va­lor. En menor medida Mombeltrán y La Adrada.

 

Quizá sea el traje de serrana el más compartido, sin duda es el más colo­rista y barroco. El tocado suele ser de rizo o cocas sujeto por horquillas de plata u oro, generalmente tres a cada lado de la cabeza y otras tres para su­jetar la porreta al moño de picaporte. Los grandes pendientes de herradura en sus variantes gajolimón, picosierra, de azahares, de media luna, etc. La gargantillita con la venera al cuello y la gargantilla con tembíera o galápago al pecho, la barroca pañueleta prendida sobre el jugón más elegante. El pa­ñuelo de ramo negro, prendido de for­ma diferente en cada zona, el guardapié picao o bordado, mandil o mandilón, enaguas, faltriquera, medias de lana blanca y za­patos de cordobán. En Candeleda, los pañuelos más usados para el traje de serrana a principios de este siglo fueron los de seda y crespón, al igual que algunos pue­blos del Barranco de las Cinco Villas, como es el caso de Cuevas del Valle. En otros pueblos como Arenas de San Pedro o Guisando, los pañuelos de crespón y seda se usaban cuando vestían el traje de artesana.

 

El traje de artesana tenía blusa de alegres estam­pados y colores, desta­cando las bordadas en pechera y mangas,sobre las que se cruzaban el pañuelo de crespón,aun­que en otros casos ser­vía el de cien colores. A la cabeza, una porreta de seda y un pañuelo, casi siempre blanco, sobre el que se ponía la gorra de paja para evitar el sol. Esa gorra, a diferencia de las del norte de la sierra, carece de adornos exter­nos, excepto por los tren­zados y colores propios de la paja con la que se hacían. También usaban go­rras de paja más parecidas a las pa­melas para el trabajo del campo, mien­tras que las pastoras solían gastar sombrero de paño corto o montera, usadas igualmente por los hombres (quizá muestra curiosa de un pasado matriarcal). Sobre el refajo un miliña-que recogido a un costeo, las enaguas y medias blancas y albarcas de cuero como calzado.

 

Un traje que es común a todos los pueblos es el de novia. Nos han que­dado pocos, casi de milagro, pues la tradición era enterrarse con el mismo traje con el que se casaban; como di­ce el refranero «traje de gala y tajá, guardar para amortajar». Las novias más ricas lucían gran número de hor­quillas, sujetando el peinado y la porreta, para estar más elegantes que de costumbre. Sobre la cabeza, la mantelina, al cuello tantas garganti­llas y colgantes como se pudiera per­mitir, y en las orejas, los pendientes cte lazo, del cual contamos anterior­mente su profunda simbología. Algunas personas mayores dicen que los pendientes debían ir en función de la cara; la cara larga, pendiente de herradura, la cara redonda, pendiente de lazo. El neo jugón de terciopelo ne­gro, con botonadura de plata y ador­nado con seda, cintas, galones y aza­bache. Fina pañoleta prendida al ju­bón y, tras el cuello, tantos siguemepollos colgando sobre el pa­ñuelo de ramo negro como collares lu­ciera. Falda negra de tela brocada lla­mada basquina, que puede adornarse con cintas de terciopelo, azabache, puntilla de hilo en oro o en plata, cin­tas bordadas, adornos con lorzas pe­ro, en todos los casos, muy tableado. El mandilón de terciopelo con la faltri­quera haciendo juego con el jugón y la vasquiña, debajo el refajo, las ena­guas, el viso, el justillo, las medias y los zapatos de cordobán o botines. A principios de este siglo comenzaron a casarse con faldas de ricos colores. llamadas miliñaques o sayas, con mantones de Manila, dando paso casi sin transición al uso del blanco. Completaban el traje prendiéndose un ramito de azahar blanco en el pañue­lo, sobre el corazón; otras se lo ponían en la cabeza en forma de diadema, como símbolo de virginidad.

 

Aún nos quedan muchos tipos de trajes, quizá menos vistosos o conoci­dos, pero igualmente nuestros, que nos revelan aspectos más sencillos de las costumbres y forma de vida de aquellas mujeres de nuestro rico pa­sado.

 

 

LOS TRAJES MASCULINOS

 

En general, éstos son más parecidos entre sí, dándose pocas excepciones. Diferenciaremos aquí tres tipos: el se­rrano, el de novio y el de pastor.

 

El traje de serrano, por lo general, es sobrio en colores pero de gran elegan­cia, dando empaque a quien lo luce. La mayoría de los trajes hechos a prin­cipio de siglo para los hombres utiliza­ban como materia prima el lino, la lana y el paño. Recordemos también la re­cia tela llamada pelo de cabra por el parecido con la piel de ese animal. Chaquetillas, calzones y chalecos he­chos con esta tela se gastaron habi­tualmente en Arenas, Candeleda, Guisando o El Hornillo.

 

A la cabeza, el sombrero rocaor o curro, de recio paño negro o pardo, de amplia ala circular y caja cónica, con dos borlas o cotufas que caen por el ala izquierda; suele rematarse con un cordón. Se ata de delante a atrás, a la nuca, sujetando el pelo al nudo del pa­ñuelo, que se echan a la cabeza anu­dado por detrás, y que solía ser de un solo color. Hoy en día, muchos llevan un pañuelo al cuello, degeneración del que anteriormente se llevaba en la ca­beza. Y como toque la pluma de un pavo real en los serranos y de perdiz en los del valle o sencillas flores natura­les de la temporada sujetas en la cinta del sombrero.

 

La blusa de lino blanco o de lienzo moreno, con botones hasta medio pe­cho y de amplio vuelo, cuya pechera solía ser bordada, igual que los puños. O la camisa de hilo primorosamente deshilada y bordada con lujo y esmero.

 

En todo el Valle se utilizó la cham­bra, blusa quesera o blusón de tela basta, para el uso diario por lo gene­ral, y que en algunos casos se bordan o adornan para los días de gala. La camisa, como los calzones, de hilo, eran una labor de años, ya que las mujeres desde niñas empezaban el deshilao para el que fuera en el futuro su marido. Hay una clara preferencia entre los pueblos más cercanos a la ri­bera del Tiétar a usar la blusa en las grandes ocasiones, y como elemento imprescindible del traje regional, mien­tras que los pueblos serranos prefie­ren la chaquetilla corta para sus gran­des fiestas.

 

Bajo la blusa o sobre la camisa, el chaleco, casi siempre de paño teñido, terciopelo o seda. Casi todos los cha­lecos son de color oscuro, excepto los más infantiles, por lo general de seda o terciopelo. En todos los casos abro­chados por una doble botonadura de plata. Los chalecos se pueden ador­nar de distintas formas, destacando el bordado.

 

A los riñónes y caderas, la larga faja de lana, teñida por lo general de ne­gro, en ocasiones excepcionales bor­dada con símbolos o iniciales de la fa­milia. El uso de faja roja en ciertas bodas y fiestas es de implantación re­ciente entre los grupos folklóricos de la comarca. En ocasiones de marcado carácter ceremonial se anudaban un pañuelo de crespón a la cadera de igual forma que una faja, casi siempre en colores amarillos o morados.

 

En general se solía gastar calzón de lienzo moreno o lino a media pierna o al tobillo, con gatera delantera y cintu­ra ajustable, que en el caso de los cal­zones de novio, se borda de flores y ramos junto con las iniciales del due­ño, con la casi perdida técnica de bor­dado llamada plumilla.

 

Sobre este calzón el calzón de paño. Su largo varía: en los pueblos serranos gusta gastar el calzón corto a media pierna, mientras que en los más cerca­nos al valle gustan de pantalones más largos, por lo general hasta el tobillo. La mayoría de los calzones de paño son negros o pardos, en los calzones cortos a la caña los gavilanes adornados de borlas, cintas o galones. En los pantalo­nes largos, rica botonadura de plata.

 

Los pantalones, más modernos, son hasta los tobillos; existía la cos­tumbre de recogérselo a media pierna atándolo con simples cuerdas. Y para los más pequeños los pantalones de gate­ra, es decir, sin costura para facilitar el desahogo de sus necesidades. Existen variantes, como es el caso de la villa de Mombeltrán, en que se usó un pantalón o calzón bombacho a media pier­na, de curioso parecido al que utilizaban los ma-ragatos leoneses. O el calzón de El Hornillo, que se ata del mismo modo y con el mismo sistema que las mujeres se atan el guardapiés.

 

Por debajo, las me­dias de lana que cubren las pantorrillas. Otro complemento son los leguis, especie de ca­lentadores de paño con rica botonadura y muy ajustado en la pantorrilla.

 

El calzado para los días normales eran albarcas de cuero, dejando los zapatos y botines para los días de fiesta. Los botines, parecidos a las bo­tas camperas bajas, con una cinta en la pantorrilla como ajuste, eran utiliza­dos por los más ricos. Y estas últimas décadas se han popularizado las al­pargatas, de clara tradición aragonesa y levantina, debido al uso que hacen las agrupaciones folklóricas cuando actúan, que las calzan atadas con lar­gas cintas negras o rojas.

 

La chaquetilla corta remata el traje, por lo general de paño negro o pardo y con la botonadura de plata en la pe­chera o puño, adornada según las po­sibilidades, a base de bordados, galo­nes o pasamanería, que alcanza su mayor carga en la chaquetilla del traje de novio.

 

Lo completaban con la imprescindi­ble y arcaica capa de rancio abolengo español, de amplio vuelo y larga, con esclavina y las vueltas delanteras adornadas con cinta o galones o, en la mayoría de los casos, carentes de adorno. Eso sí, todas llevan por dentro una contratela de vivos colores, desta­cando el rojo y el verde. Podían coser­se escarapelas al hombro o cintas de sus conquistas amorosas.

 

Para los novios el traje era muy es­pecial. La camisa y el calzón, por lo general, eran regalo de la novia y rica muestra de sus habilidades, de las que aún quedan buenas muestras. Cada traje de novio es una obra única, diferente no sólo entre los distintos pueblos, sino dentro de cada uno.

 

El chaleco se decoraba en su parte delantera, mientras que la espalda del chaleco suele ser brillante seda en ne­gro. La chaquetilla y el calzón también se adornan a juego, e incluso el som­brero, la capa, los zapatos. La decora­ción consiste en bordados de motivos florales y adornos de galones, azaba­ches, escarapelas y pasamanería. Las botonaduras iban en función del gusto y las posibilidades económicas de ca­da uno, desde el hilo y la madera al oro y la plata. Remataba el conjunto la cadena de reloj de bolsillo colgado del chaleco y una cruz al cuello de rica fi­ligrana, que pende de un cordón.

 

Desafortunadamente, igual que en el caso de las mujeres, con el traje de novio solían amortajar a los difuntos, por lo que quedan muy pocos. Sin em­bargo, la botonadura y joyas se quita­ban de las mortajas, y muchas familias aún los guardan.

 

Los pastores de Gredos obtenían mu­chas de sus prendas del ganado que guardaban. Calzaban abarcas de cue­ro, aunque los vaqueros, más ricos, uti­lizaban botas de cuero, muy parecidas a las hoy tan populares botas camperas andaluzas, siempre de color negro.

 

Se cubrían las pantorrillas con me­dias recias de lana de cabra, y leguis de cuero. Otras veces, igual que los arrieros, para proteger sus piernas de la nieve y el frío, se enrollaban, a mo­do, de vendas, tiras de telas y pellicas (pieles) de conejo que sujetaban con las correas de cuero de sus calzas.

 

Las calzas eran una especie de cal­zón de piel para el frío, aunque los cal­zones habituales eran de paño. Se su­jetaban con una faja sobre la que podía ir el becerro, especie de fajacinturón de ancho cuero, que se ajus­taba a los zanjones o zajones (zaho­nes), en su mayoría con peto.

 

En el torso la camisa, cubierta por una pellica de borra, chaleco hecho con piel sin pelar del cordero, chambra y, para el frío, las arcaicas enguarínas, que los mismos romanos en su ex­pansión adoptaron como prenda de abrigo en los rigurosos inviernos mesetarios.

 

La cabeza la podían llevar cubierta por un sombrero o la montera. Se cu­brían a veces con capa o con una sim­ple manta y, como complemento im­prescindible, el zurrón.

 

 

EL USO DEL TRAJE TRADICIONAL EN LA ACTUALIDAD

 

Hoy en día sólo se conoce y acepta un tipo de traje en cada pueblo, como tradicional, que son los de serranos, pero la verdad es que no es el único y que aún quedan muchos doblados en las arcas y baúles de nuestros sobraos. En cierto modo hay tantos trajes como personas los vistieron y las variantes, aun dentro de cada pueblo, muestra evidente de cómo en ningún pueblo existe un único y definido «traje típi­co». Para las ceremonias utilizaban ropas ajustadas al momento, y debían ser funcionales para el trabajo que realizase cada persona, y cuando se quería «estar guapo» se vestía de otra manera especial; igual para el naci­miento, boda o funeral. Quizá por ser los trajes de serranos los que utiliza­ron con preferencia nuestros abuelos y abuelas, padres y madres, se ha adoptado como traje representativo.

 

Hay zonas del Valle que van per­diendo rápidamente su tradición, guar­dando pocas muestras, aunque las que quedan son de gran interés. Quizá sea la villa de La Adrada y los que fueron sus anejos la más castiga­da por esta pérdida, por ser la más cercana a la capital de España, vién­dose inundada masivamente por el espejismo de la modernez. Aunque dentro de esa subzona hay algunas villas como Casavieja y Piedralaves cuyas tradiciones evolucionan y se readaptan manteniéndose vivas; allí lucen orgullosos a la mínima oportuni­dad los bellos trajes de sus pueblos.

 

En el Barranco de las Cinco Villas el uso del traje de serrana es el más ha­bitual, siendo curioso que en la villa de Mombeltrán, así como en Candeleda, hay una clara preferencia por un de­terminado color en la falda y el picao del refajo o guardapié; en estos pue­blos suelen ser la mayoría rojos picaos en negro, así como en Guisando sue­len gustar más los amarillos picaos en negro. El Hornillo, Guisando y Poyales guardan verdaderas obras de arte. El valor que aún se le da a la ropa tradi­cional, el mimo y el cariño con el que se la ha tratado, hace que estos pue­blos puedan presumir, especialmente Guisando, de tener los trajes, si no más bellos, sí más completos.

 

Hoy, en acertadas exposiciones et­nográficas organizadas gracias al inte­rés de algunos ayuntamientos y perso­nas de la comarca en un encomiable trabajo anónimo, se reúnen piezas tan insólitas como añoradas por los mayo­res, que aún recuerdan su significado y los momentos de su uso, siempre rela­cionado con el ciclo natural en el que estaban inmersos.

 

Mucho nos queda aún por mostrar de nuestro legado folklórico y cultural, pero finalizo creyendo al menos haber intentado mostrar las generalidades, teniendo que dejar muchos detalles no menos importantes en cuanto a los trajes tradicionales de mis paisanos; tan solo el estudio de un pueblo daría para muchos artículos como éste. Quiero expresar mi reconocimiento hacia la más importante fuente de in­formación de las que se puede dispo­ner, todas y cada una de las queridas personas de imborrables recuerdos, con las que a lo largo de tardes y ma­ñanas en los zaguanes, hablando de cosas del pasado y del presente, he ido obteniendo la mayor parte de los datos que he intentado relatar como mejor he podido, teniendo en cuenta lo concentrado de un tema tan amplio como éste. Y por último recordar aquí a doña Teresa Peces Gutiérrez, de la que tuve la suerte de ser sobrino, a la que debo gran parte del interés por nuestras raíces y de quien aprendí gran parte de lo poco que sé de nues­tro hermoso y duro pasado. A ella de­dico estas breves pero muy debidas palabras como homenaje postumo.

 

 

 

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