ANDORRILLA AVILESA.

-Estudio monográfico sobre Poyales del Hoyo-

 

por Casimiro Hernandez Rodriguez . 1958

 

CAPITULO IX

Las Casas

 

puede decirse que no hay casas de planta baja. Si no todas, la mayoría son de tres pisos, contando como tal el sobrado. El bajo está dedicado a la cuadra, bodega, aperos, etc. El piso alto es propiamente la vivienda. El sobrado no es sola­mente la cámara de aire para templar la casa. Es también el almacén de los frutos que esperan la llegada del arriero que ha de llevárselos.

Los muros de la planta baja están hechos de sólida mani­postería, de cal y canto. Sobre ellos se construye el resto del armazón del edificio, una especie de gigantesca jaula de ma­dera cuyos espacios libres son tapiados con adobes. Entiénda­se que el adobe no hace más que recubrir, sin soportar peso, que descansa exclusivamente sobre las vigas. El muro de la parte oeste, más hostigado por los fuertes aguaceros, se hace de ladrillo o bien se recubren los adobes con ripias. Hay difi­cultad de revocar las fachadas, pues el revoco no agarra sobre las numerosas alfajías que forman el enjaulado citado. Para remediarlo se hace a veces sobre estas maderas una trama de esparto sobre la que fija el yeso y de esta forma se consigue una mayor solidez al enlucido. Este es el procedimiento tradi­cional de construcción que lentamente va siendo desalojado por un sistema no tan típico, pero más sólido, haciendo de piedra o ladrillo la totalidad del edificio.

La puerta de la casa está siempre abierta, desde que la fa­milia se levanta hasta que se acuesta. Solamente se atranca cuando no hay nadie en ella, cuando todos se han ido al cam­po. Si el ama de la casa ha de ir a algún recado echa la llave, pero la deja puesta en la cerradura. Pudiera venir el esposo o los hijos y encontrarse la puerta cerrada. Si la puerta tiene gatera, a veces quitan la llave y la colocan junto a la gatera, en el suelo.

Quien vaya a una casa no tiene más que entrar. Se pasa al zaguán. Unas veces tiene el piso de gorrones, como la calle que se dejó detrás. Otras de losas de piedra berroqueña o de cemento. Los económicamente débiles (como se dice ahora, por no decir pobres, que suena como un reproche) tienen el piso de barro apisonado, pintado de ocre o almagre, que llaman tierra amarillo o tierra colorao, masculinizando los adjetivos. Una puerta del zaguán da a la cuadra. Unas veces la cuadra tiene una puerta independiente a la calle, otras las caballerías han de atravesar el zaguán. Otra puerta conduce a la bodega, donde además de las tinajas está, frecuentemente debajo de la escalera el artesón de la cal.

En el zaguán está a veces el artesón del vino, una especie de estanque construido adosado a una pared. Está tapado todo el año con un gran tablero sobre el que colocan las albardas, excepto los pocos días que dura la vendimia. Entonces colo­can encima un artefacto que llaman baranda, una especie de red sujeta con un marco de madera, sobre la que se echan los racimos de uva y se frotan contra ella. Encima quedan las escobillas, las uvas, aplastadas caen al fondo del artesón, desde donde se llevan a las tinajas.

Completa el zaguán el gallinero y la zahúrda, aunque cada vez se van usando menos, pues se prefiere llevar el ganado al campo o a los casillos que son unas casitas dedicadas exclu­sivamente a las bestias.

Echamos a andar escaleras arriba. Hay que dar una voz al ama, pues sería de mal efecto seguir adelante sigilosamente. Se llama por su nombre al dueño o a la dueña. Si es forastero y no sabe el nombre, se dice simplemente «Ama». Cuando responden «Quien» se puede seguir adelante. Mientras se sube por la escalera se dice: «Ave María Purísima» a lo que responde el de la casa: «Sin pecado concebida» y se llega a la cocina.

La cocina no es solamente el lugar donde se guisa. Es el centro de la casa, es el hogar. En la lumbrera, una losa de piedra o unos baldosónos con un marco de madera, en el sue­lo, arde el fuego. Gruesos troncos de roble, pino o castaño. Quizá de olivo, procedente de los desmoches, o bien el tallo de la mata del tabaco. La pina y la tea (unas teas que arran­can los resineros de la herida de los pinos para que sigan sangrando) se utilizan como combustible de urgencia, por si hay que hacer un frito o caldear rápidamente agua o un guiso previamente cocido. También se emplean como intermedio para iniciar la combustión de los gruesos troncos o ramos.

A un lado de la lumbrera está el banco o escaño, donde se sientan las visitas a las que se cede el sitio de honor, mientras el resto de la familia se coloca en sillas alrededor del fuego. El banco es fácilmente transformable en cama. No hay más que quitar una tabla del respaldo, que se saca fácilmente tirando de ella hacia arriba, pues está embutida entre dos ranuras que la sujetan por los extremos, y se coloca en el borde del asiento, embutiéndola también entre dos ranuras. Lo que era asiento queda convertido en una especie de cuna, pues es cama estrecha y hay que prevenir la caída en el caso de que el durmiente se diera media vuelta en estado somnoliento. Entonces se coloca sobre el escaño el cabezal, donde duerme en el verano el gañán contratado para la temporada, o algún huésped circunstancial.

Cama dura, a pesar del cabezal o colchoneta. No solo ésta es dura. Aún quedan, aun cuando ya van siendo piezas de ar­queología unas camas antiguas constituidas por dos bancos entre los que se colocan una serie de tablas. Antes de que se extingan todas las camas de este sencillo tipo, barridas por las modernas de somier metálico, sería tal vez conveniente recoger un ejemplar para algún museo del mueble, junto con la plancha de corcho al pie haciendo las veces de alfombra. En estos lechos durmieron en un tiempo los grandes seño­res y los reyes. Los juglares los cantaban en los epitalamios imaginando que los bancos eran de oro y las tablas de plata fina.

Cuando llega la primavera y cesan los fríos, ya no es tan necesaria la lumbre en el suelo. Muchas amas de casa optan entonces por la comodidad del fogón, un fogón portátil que estuvo todo el invierno descansando en otro cuarto y que no es más que una mesa con el tablero recubierto de baldosas, debajo de las cuales se ha colocado una capa de arena, para amortiguar el calentamiento y evitar que arda todo el mueble. Hay otros fogones llamados copas, por su figura. Son como unas gigantescas copas de barro cocido, de una forma pareci­da a las pilas bautismales, de un metro aproximadamente de alta y algo menos de diámetro superior. Son fabricadas en las alfarerías de la Villa. Se la llama la Villa, por antonomasia, a la villa de Mombeltrán. Los alfareros las suministran huecas, tal como salen del horno. Se coloca un plato por dentro, ta­pando el orificio. Encima un saco de serrín, llenado casi hasta el borde. Después una capa de ceniza amasada con agua y bien apisonada y ya quedaba elaborado el airoso fogón.

Herodoto, el padre de la Historia, empezó haciendo un relato de las guerras médicas. En esto citaba a un rey o un pueblo; daba marcha atrás, contaba todo lo que sabía de aquel rey o de -aquel pueblo y después volvía donde quedó. Así hizo toda una historia universal. Dispense el lector si plagio tal método de tal sabio y puesto que ahora he mencionado las alfarerías de Mombeltrán, trasladémosnos con la imagina­ción al antiguo Colmenar de las Perrerías y déjenme relatar una escena de hace ya bastantes años. No voy a aprovechar que aquello fuera en tiempos un feudo de Don Beltrán de la Cueva para relatar los chismes de la corte de Enrique IV. No voy a hacer una descripción de su bello castillo, que bastante popularizada fue su imagen por los folletos de turismo y por aquellos anuncios que en «ABC» hacía Perborol. Frente a ese castillo hay una explanada, llamada la Soledad, del nom­bre de una ermita allí existente. Bellos y corpulentos olmos adornan el paraje.

En «illo tempere», cuando la calle de la Triste Condesa, de Arenas de San Pedro, la cambiaron de nombre y la llamaban calle Alcalá Zamora, el autor de estas líneas fue unos días a las fiestas de Mombeltrán, donde tenía una casa en la que !e dieron rumbosa hospitalidad. A la vera del castillo, en la explanada se había formado el baile campestre. Había va­rias tabernas a la boca de unos subterráneos que minaban la colina donde estaba la fortaleza. Aquellos subterráneos en un tiempo tendrían su por qué estratégico, pero ahora son humildes bodegas. A la puerta de cada túnel se había levan­tado un solombrajo de palitroques y retamas que defendían del sol a los bebedores. Había gente bastante contenta, prin­cipalmente dos jovenzuelos que todavía los recuerdo ¿Qué habrá sido de ellos? ¡Tantas cosas han pasado! Terminaron de beber el jarro de limonada. Le estrellaron contra el suelo y pidieron otro que les fue prestamente servido. Continuaron cantando una canción con aire de tarantela y argumento anti­clerical. El camarero no se enfadó porque rompieran el jarro, ni mucho menos. Estaba acostumbrado, porque lo hacían todos los parroquianos. Si alguno no le rompía era porque le apartaba a un lado para llevársele a casa. Los jóvenes estaban contentísimos. Seguían cantando con la alegre musiquilla. Ahora la copla decía:

«¿Sabéis por qué toca tanto

la banda municipal?

Porque tiene, porque tiene

porque tiene que tocar».

A los forasteros sobre todo les entusiasmaba eso de que el cliente tuviera derecho a romper la vasija una vez que habían bebido. Se podía asegurar que la mayoría de los bebedores bebían, más que por la limonada, por darse el gustazo de romper el cacharro contra las losas del pavimento. Los mo­zos de la canción seguían con la misma música renovando estrofas:

«Los muchachos a la escuela,

las mujeres a fregar,

los hombres a la taberna

y viva la libertad».

Eso de que en las tabernas permitan romper la vasija solo puede hacerse en la Villa, al pie de la fábrica. Hay que darse cuenta que los productos cerámicos tienen poco valor por unidad de volumen y los transportes gravan mucho su precio. Solo con jarras que no han viajado puede el tabernero cargar su coste en el de la bebida.

Los mozos volvieron a cantar la canción anticlerical. ¿De dónde serían aquellos mozos? No cabe duda, de cualquier pueblo situado entre Candeleda y Piedralaves. Si fueran del otro lado del Puerto del Pico no serían tan alborotadores ni cantarían con aire provocador.

Siguieron bebiendo y rompiendo cacharros. El himno de Riego tiene un aire alegretto. Se presta a canciones de limonada y romería. Pero con aire alegretto se sigue aloca­damente el camino que conduce a la tragedia. No se crea que sólo excita el ardor bélico, el andante maestoso.

Pero volvamos a Poyales y a sus casas.

 

otras viviendas tienen dos cocinas. Una que verdade­ramente efectúa su labor. Otra transformada en salón de recepciones; tiene, entonces, los morillos bien relucientes, como de no conocer el humo. De las llares cuelga una cal­dereta en la que hay plantada una enredadera que derrama sus tallos hasta rozar el suelo.

En los vasares se ven platos de Talavera y del Puente del Arzobispo que se utilizan para comer, aun cuando sus arabescos parecieran indicar que solo debieran utilizarse con motivo ornamental.

Cuando llega el verano, todo lo que sea eliminar calor de la casa encuentra aceptación. Las viviendas que tienen huerto posterior, tienen en él un fogón para guisar en verano. En ciertas calles no principales, son varias las vecinas que han acordado construir un fogón común adosado a cualquier tapia, y allí están toda la mañana varios pucheros de barro cociendo, cociendo. Este procedimiento de cocinar en la calle he leído que se emplea mucho en Napóles. En Poyales se practica algo, pero no tanto como en el vecino Guisando. Hasta hay quien dice que de ahí le viene el nombre.

Guisando es afortunado y ha alcanzado cierto renombre desde el punto de vista turístico. He visto escrito en algún sitio en letras de molde, que los toros de Guisando están en el término municipal de dicho pueblo. Hay que seguir advir­tiendo que Guisando, municipio, nada tiene que ver con el Cerro Guisando, anejo de El Tiemblo. En el Cerro Guisando están las ruinas del monasterio famoso. Allí están las escultu­ras de los toros. No en las proximidades de Guisando, pueblo, sino alejados de él setenta u ochenta kilómetros.

Muchas veces se ha dicho que en las aldeas se ha pasado del candil de aceite a la luz eléctrica de un salto, sin conocer los estados intermedios del quinqué de petróleo o de la lámpara de acetileno. Es verdad, pero el candil no ha sido deshancado totalmente. Algunas viviendas, muy pocas, ha­bía donde no se introducía el alumbrado eléctrico porque la pobreza de sus moradores les hacía optar por el candil. Si está encendido permanentemente, resulta más caro el aceite qué la electricidad. Pero si ésta se vende a tanto alzado y no por contador, resulta más barato el candil, pues le utilizan lo menos posible, mientras se adereza y toma la cena, yéndose ala cama y acostándose a oscuras. Pero estos casos solo ocu­rrían antes de la guerra.

Aparte de esto, en todas las viviendas continúa siendo el candil un objeto de uso cotidiano, a causa de la misma razón, porque se cobra el fluido eléctrico por el número de bom­billas instaladas y no por contador. Algunos más pudientes han procedido a comprar el contador por su cuenta y de esa forma han conseguido poner luces en todas las piezas de la vivienda; en la cuadra y en el sobrado, en la bodega y el cuarto del aceite. Otros no pueden o no quieren hacer ese gasto y continúan teniendo una sola bombilla en la cocina, que es donde realmente se vive. Si hay que subir al desván por pinas o ir a la cuadra a echar el pienso a las caballerías, incluso cuando se va a la alcoba a acostarse, para esos me­nesteres de pocos minutos es conveniente echar mano al candil, que para eso está siempre colgado de la campana de la chimenea. Si está encendido el fuego, no es necesario gastar cerilla para prender el candil. Con las tenazas se coge una astilla que despida buena llama y se aproxima a la mecha. Quizá los trozos llameantes sean demasiados gruesos para ser cogidos con las tenazas. Entonces se toma un pequeño tizón y es introducido en el depósito del aceite, donde se apaga. Una vez que se ha impregnado del líquido se lleva con las tenazas dentro de la llama, se alcanza el punto de inflamación y se forma una llama muy brillante del aceite en ignición que se aproxima a la mecha.

Para obtener un mayor rendimiento de la única bombilla que suele haber en la casa, se recurre al procedimiento de no tenerla fija, sino ambulante, mediante un largo cordón que hace se la pueda llevar donde sea necesaria. La bombilla está casi siempre junto a la lumbrera o fogón, pues es allí donde más se necesita. Es donde se guisa y donde se conversa du­rante la velada. Terminada la cena, el ama de la casa, su hija o su sirviente, han de fregar los cacharros. Aveces encienden el candil. Pero si no queda nadie en la cocina, se sube de pie en el escaño y descuelga la bombilla. El cordón no está fijo, sino sujeto a alguna alcayata colocada en un cuartón, o bien en uno de los muchos clavos donde se cuelgan las morcillas y chorizos en tiempo de matanza, que llenan todos los cuarto­nes del techo. Descuelga, como decimos la bombilla y como si fuera una linterna portátil la lleva al cuarto del fregadero, donde la vuelve a colgar del clavo de la pared y allí permane­ce hasta acabar la faena.

En tiempo de la otoñada se ha acarreado la cosecha del maíz, y se han ido depositando las mazorcas en el zaguán. Están envueltas en las hojas que llaman la camisa. Hace falta descamisado. Se invita a los vecinos para que a la noche, des­pués de cenar echen una mano, que lo hacen de buena gana porque ellos necesitarán el mismo servicio. Acuden todas las familias de la vecindad, hombres, mujeres y chiquillos. Se arma una divertida velada, mientras se trabaja, al tiempo que dicen acertijos, cuentos, romances y hasta cánticos. ¡Ah! hace falta luz en el zaguán. El ama descuelga la bombilla, la baja por la escalera y la cuelga en el techo del portal. Lo mismo se hace si se necesita luz en la sala.

Una vez se averió una bombilla del alumbrado público. El vecino de la casa en cuya esquina estaba el aparato, no le gustaba ver su calle a oscuras. Antes de acostarse sacó la lámpara de su cocina y allí la dejó, colgando sobre la fachada, proyectando su luz sobre la calle en sustitución del foco municipal.

Elemento importante en la vivienda es la sala con las dos alcobas. Estas interiores, sin luz ni ventilación. ¡Hermanos albañiles de los pueblos, albañiles que a la vez hacéis de arquitectos! ¿Cuándo os vais a decidir a hacer alcobas con ventilación? No creáis que el sereno colado sea malo. Eso era en tiempo en que los vidrios en las ventanas era un lujo que solo se los permitían en sus palacios los reyes y los magnates. Ya, hoy día, pueden tener las alcobas ventanas y éstas con vidrios que dejen pasar la luz pero no el frío.


 

"A tu puerta puse un guindo, y a tu ventana un cerezo..."